Viví una gran parte de mi vida en Villa Juana. En aquella época era muy frecuente “coger fiao” en los colmados, porque el vecindario era toda una familia y los “colmaderos” ya nos conocían. Para hacer esta operación, mamá compraba una libretita rayada para cada vez que se iba al colmado. El dependiente escribía el valor de lo que seleccionábamos y la fecha. Nunca se colocaba el nombre del producto, y así lo hacía él en otra libreta que tenía. Cada quince días se saldaba. Eso sí, ambas libretas debían coincidir. El mejor arroz, en ese entonces, costaba 13 y 14 centavos. ¡Ay!, aquellos tiempos. Si usted no frecuentaba ese colmado, al principio le hacían un “vale” y pagando los vales ya se daban cuenta de que usted era solvente. La cuenta quincenal oscilaba entre 10 y 15 pesos.
Envase de aluminio
Nuestra clase económica no hacía compras grandes, sino que todos los días se iba al colmado a comprar dos, tres centavos de productos. Por ejemplo, una tercia de aceite se medía en un envase de aluminio. Para la salsa llevábamos un envase; el azúcar, el arroz, etcétera, se envolvían en papel.
La mejor táctica
Hoy en día es muy difícil que te fíen en un colmado, además de que es más “económico” comprar en un establecimiento grande. La mejor táctica que usé en mi vida barrial, post adolescencia, era ir al colmado, comprar varios artículos y, si me faltaba uno o dos centavos, le decía al dependiente: "¿Te lo puedo traer ahorita?" Él asentaba con la cabeza, entonces dejaba pasar dos días, cuando ya ni se acordaba, y le pagaba la deuda contraída. Ahí comenzó mi crédito en los colmados y pulperías.
No se necesitaba firma
Mi primer crédito “grande” lo obtuve en Mueblería La Fe con la compra de un gavetero por el precio de 185 pesos. Cada época tuvo sus encantos crediticios, porque en generaciones anteriores se “empeñaba la palabra” y no se necesitaba ni la firma. En la actualidad, existen otros mecanismos para los insolventes, como las tarjetas de crédito y préstamos bancarios, que aunque más formales, han cambiado el concepto de confianza personal por un contrato escrito.
La vida ha cambiado, pero los recuerdos de esos tiempos siguen vivos en la memoria de quienes, como yo, vivieron esa era en la que la palabra valía más que cualquier firma.
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